Una playa al
carbón
El aviso es
claro: cuidado con el tren. Entonces, hay que detener el auto y acercarse muy
despacito a la carrilera. Uno rogaría por tener en la defensa una cámara
inteligente que mirara para lado y lado para sortear ese obstáculo tan azaroso
con menos peligro, pero qué va. A veces la vegetación cercana es tan tupida que
es necesario bajarse a mirar y luego correr a meter primera para pasar
rapidito. Uff. No me parece raro que no haya una barda que se baje, ni un
timbre que repique, ni un semáforo en rojo. Porque esas son cosas que usan los
Desarrollados por allá lejos. Nosotros no necesitamos de eso para pasar porque
somos de profesión peligro y de apellido idiotas.
Como no me
parece raro que a las autoridades no las preocupe en lo más mínimo el daño
ambiental que causa esa operación carbonera en la (lo decíamos antes todos
orgullosos) bahía más linda de América. Porque esas también son preocupaciones
de gente desarrollada y nosotros practicamos a pie juntillas el lema: todo por
la plata. Lo que haya que hacer, pero que esos pesitos del carbón no se nos
vayan por ponernos cismáticos. De pronto se molestan esas empresas de países
desarrollados si les exigimos esas cosas tan básicas. Y no me parece raro que
quieran impulsar el turismo en Santa Marta con hermosos videos y volantes que
no muestran por ninguna parte la arena gris y el mar ennegrecido, porque nos
gusta ensalzar la buena imagen de Colombia y porque somos matreros, hábiles en
la trampa y la mentira.
Hace poco
El Informador, el más antiguo periódico samario, publicó que el polvillo del
carbón ya llega hasta Playa Blanca. ¡Uao! Cuando hace unos años los turistas de
Playa Blanca miraban a lo lejos la operación carbonera como un elemento más del
ensoñador paisaje, ignorantes de lo peligroso y nefasto que podría ser ese
inofensivo cuadro con los años. Parecen imágenes de la revolución industrial
por allá en los albores del siglo XIX, cuando a nadie lo preocupaban el cambio
climático, ni los recursos naturales, ni la protección del medio ambiente: esas
fábricas que botan el desperdicio a los ríos como si nada y todos de picnic en
el campo y tan campantes. Pero han pasado 200 años de aquello y no creo que
haya una empresa del mundo desarrollado que pueda hacer una cosa parecida a la
operación carbonera en Santa Marta sin tener que sufrir consecuencias
terribles: multas, cierres, prohibiciones.
Los
primeros en quejarse fueron los pescadores, pero eran solo pescadores y nadie
les prestó atención. Pero luego fueron los hoteles, los propietarios de
apartamentos en esa playa, los restaurantes. Toda la gente del sector ha puesto
el grito en el cielo, pero nada. La operación continúa día y noche. No para.
Los daños
ya se ven a simple vista. Si usted se baña en esas playas del sector Bello
Horizonte sale con punticos negros en su cuerpo, diminutos. Y si pasa su mano
por la arena le quedará la palma turbia. Y si vive cerca y deja las ventanas
abiertas, tendrá que acostumbrarse al hollín por todas partes.
En Internet
se cuentan por cientos las páginas en donde la gente protesta. La gente, digo,
para nombrar a ese pocotón de colombianos indefensos. Nadie los tiene en
cuenta. Tienen voz, pero no tienen voto, no influyen, porque son, como usted y
como yo, una tropa de subdesarrollados que tratan de detener el progreso de
empresas desarrolladas. Porque, como van las cosas, esa operación carbonera no
genera ningún progreso en la región. Solo malestar ciudadano, un desastre
ecológico, pérdidas por el turismo que se va y problemas de salud pública. Nada
más.
-Nos tienen
jodidos los trenes -me dijo alguien que jamás ha montado en un tren.
Pero
tampoco eso me parece raro. Los raros, en últimas, somos nosotros, preocupados
por una bahía, dizque la más linda de América. ¿Qué vamos a hacer con nosotros?